Octavio Falconi
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KAIRÓS, Revista de Temas Sociales
Universidad Nacional de San Luis
Año 8 – Nº 14 (Octubre /2004)
Las silenciadas batallas juveniles:
¿Quién está marcando el rumbo de la escuela media hoy?
Octavio Falconi *
Escena I
“Preferiría no acompañar la bandera.”
Con esta frase, Francisco Tufró, alumno del Colegio Nacional de San Isidro, comenzaba a
exponer a la directora de la institución las razones por las que no acompañaría a la bandera
como escolta en el acto del 9 de julio. El reconocimiento se debía a su alto promedio de quinto
año. Las razones eran ideológicas, probablemente cercanas a sus actividades como guitarrista
en la banda punk Squarepants.
La directora interpretó que la decisión de Francisco era una “falta grave” por lo que convocó al
Consejo de Profesores, organismo que se encarga de sancionar las faltas al Código de
Convivencia que rige en el colegio. El alto consejo se limitó únicamente a “sugerirle” al tercer
más alto promedio que respetará los símbolos patrios. (Suplemento Radar, Página 12, 21 julio
de 2002)
Escena II
“Desafío y provocación.”
Estos fueron los dos motivos con los que directivos y docentes interpretaron la elección de
Lucía Méndez por sostener su derecho a llevar un aro en la nariz. Motivos también con los que
justificaron sancionar la decisión de Lucía como una “falta grave”. El manual de convivencia de
la religiosa institución de nivel medio Colegio del Huerto establece que el alumno que tengan
“sanciones” por “faltas graves” será separado del viaje de fin de curso.
Lucía era el segundo mejor promedio del último año de la secundaria y había sido abanderada
durante la escuela primaria. No obstante, su decisión de llevar un aro en un lugar visible del
cuerpo, no canonizado por algunos usos socioculturales, la llevó a comenzar una lenta y quizá
involuntaria salida de la mencionada institución escolar. (La Voz del Interior, sábado 22 de
Noviembre de 2002).
Dos casos, uno sucedido en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, el otro en la
localidad de Jesús María, Provincia de Córdoba, permiten iniciar una reflexión acerca de las
innumerables y similares situaciones que se repiten diariamente en las escuelas medias de
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todo el país. Ambos son recuperados para iniciar un análisis de la compleja relación que hoy se
despliega a todas luces entre cultura escolar y cultura juvenil.
Pensar hoy la tensa relación entre escuelas medias y jóvenes lleva a trazar líneas de
indagación plagados de interrogantes, tales como: ¿Desde cuáles categorías abordar las
prácticas y representaciones socioculturales de los jóvenes escolarizados?, ¿Cómo jóvenes o
cómo alumnos?, ¿Cómo articular en el análisis las fuerzas institucionales –las cuales
configuran a los individuos escolarizados como alumnos- con las dinámicas juveniles? ¿Cómo
se constituye la subjetividad de los jóvenes en los procesos de apropiación de la cultura escolar
y de la cultura juvenil en contextos específicos? En este trabajo trataré de pensar en torno
estos interrogantes de un modo provisorio e indiciario para luego ensayar algunas respuestas.
Ser alumno y joven: una construcción histórica
En un trabajo pionero Philippe Ariès (1987) describe cómo a partir del siglo XVI son
configuradas las subjetividades de los niños desde la categoría de infancia, entendida ésta
como construcción social, es decir, una “invención”. El proceso de escolarización iniciado en el
siglo XVII tuvo un papel decisivo en la producción social de la figura de infante y, por
desplazamiento, la del joven escolarizado (Varela y Alvarez-Uria, 1991), institucionalizando la
categoría de “alumno”, que por un efecto normativo definirá la pertenencia a una infancia y
juventud “normal” (Narodowski, 1994; Baquero y Narodowski, 1994).
Al respecto, Baquero y Narodowski (1994) van a decir que “la operación crucial [del
dispositivo escolar] es la de situar a los sujetos en posición de alumno, habida cuenta de su
condición de niños, adolescentes o adultos...” y esta posición implica la de infante cualquier sea
la edad de los sujetos, que los ubica en una posición de heteronomía en relación al docente
adulto.
Entre las últimas décadas del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX se consolida
en Europa la “segunda enseñanza” (Caron, 1996) teniendo por funciones la instrucción y la
formación moral del joven.
Para el caso de la juventud, la escuela moldeará la subjetividad y el cuerpo en ese
tiempo de “moratoria social” para la futura preparación del ciudadano y trabajador en los
valores de la nacionalidad y el esfuerzo personal. (Urresti 2000; Margulis y Urresti, 1996).
Como señala Feixa (1998) “la nueva escuela responde a un deseo nuevo de rigor moral: el de
aislar por un tiempo a los jóvenes del mundo adulto”.
Para el contexto argentino ese proceso de institucionalización de la escuela media se
producirá hacia fines del XIX y principios del siglo XX con los mismos rasgos que sus pares
transatlánticas. El modelo de escuela secundaria que se configura acompaña a los procesos de
reproducción social de las elites acomodadas (los hijos de las clases dominantes y los de los
sectores medios emergentes residentes en las grandes ciudades) en un contexto de desarrollo
de la sociedad industrial y urbana. La lógica sostenida por esta escuela es selectiva. Una
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racionalidad que aún es muy resistente y que se expresa repetidamente en la gramática
escolar del nivel medio. (Tenti Fanfani, 2003)
En este proceso de consolidación y ampliación del dispositivo para el mismo nivel
escolar se formateará a un tipo de alumno definido en la pertenencia, identidad y subjetividad
propio de la juventud burguesa masculina. Institución escolar que subsumirá posteriormente
bajo la misma lógica a los individuos de otros sectores sociales y a las mujeres.
Espacios fragmentados de conocer organizados en un curriculum compartimentado,
encierro, movimientos vigilados, disciplinamiento, políticas y legislaciones específicas, tutelaje y
características diferenciadas con el adulto serán los rasgos de un dispositivo escolar que irá
definiendo e intentando moldear al alumno estándar y, por lo tanto, a un modo de ser joven.
Las características que definen al alumno de la “modernidad” serán obediencia, dedicación,
atención en clase e interés por el conocimiento. No obstante, en las experiencias escolares de
aquellos estudiantes ya estaban presente la resistencia y el conflicto con la cultura escolar
afirmando procesos de camaradería grupal y pertenencia generacional (Caron, 1996).
Hacia un cambio de identidad
Hoy mientras se promueve pasar de la escuela secundaria del privilegio a la de la
obligatoriedad por medio de legislaciones como en los casos de Mendoza y Ciudad Autónoma
de Buenos Aires (Tenti Fanfani, 2003) los docentes manifiestan que se sienten frente a
alumnos con características diferentes a aquellas que institucionalizó la escolaridad moderna:
respetuosos, obedientes y atentos. En consonancia con esta idea algunos trabajos sostienen
que efectivamente se han transformado las representaciones sociales de los jóvenes en el rol
de alumnos que tiene por efecto nuevos modos de habitar la escuela (Duschatzky y Corea,
2003; Jaume Funes, 1998; Guerrero 2001; Antelo y Abramowski, 1999). Pareciera que todo
indica que los estudiantes han comenzado a retirar algunas prácticas del molde del alumno
típico de la modernidad.
Está claro que la definición de lo que es ser alumno hoy en la escuela es motivo de
conflicto. Una definición que no sólo se libran en los ámbitos de desarrollo de la teoría entre
investigadores y académicos sino centralmente en las prácticas del día a día escolar.
Estudios como los de Duschatzky y Corea (2003) muestran que este proceso de
transformación en las representaciones y prácticas de la cultura estudiantil se debe a un declive
de la eficacia simbólica de la escuela para hacer incorporar la “norma” y, por lo tanto, convocar
en la subjetividad de los jóvenes aquel alumno de la modernidad.
En una dirección similar, Kessler (2001) señala que se ha producido un proceso de
desinstitucionalización que posee diferentes grados de incidencia en la “experiencia escolar” de
los jóvenes según sea el sector de pertenencia social y, correlativamente, el tipo de institución
a la que concurren y la calidad de educación recibida.
Abordando los procesos de enseñanza, Narodowski (1995) afirma que con la
massmediatización de la cultura la definición moderna de infancia y adolescencia como niñez y
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juventud escolarizada han estallado. La escuela ya no es el ámbito exclusivo de transmisión de
saberes y constitución de subjetividad e identidades.
Por otra parte, como analizan diversos autores (Tenti Fanfani, 2003; Mack, 2000;
Mekler, 1997, Elbaum, 1998) este proceso de crisis del sentido de la escolaridad tendría aún
mayor impacto en los sectores populares. El ingreso masivo a la escolaridad media produce
escuelas para pobres que sin embargo conservan los objetivos y códigos de origen propios de
clase media. La ajenidad que experimentan los jóvenes de sectores desfavorecidos en ese tipo
de escuelas se hace sentir por medio de diferentes prácticas de resistencia que llegan a
situaciones de deserción escolar.
No obstante, en términos generales, esas prácticas aparecen en cualquiera de los
sectores sociales que se aborde y expresarían la dificultad por la que transita la escuela para
convocar en las representaciones de los jóvenes aquel alumno ideal.
En este sentido, la problemática del encuentro/desencuentro entre cultura escolar y
cultura juvenil estaría dado, por un lado, en una aparente incompatibilidad de prácticas y
significados entre alumno (cultura escolar) y joven (cultura juvenil) y, por otro, por el deterioro
del contrato pedagógico fundante de la escolarización consistente en que los docentes
enseñan y transmiten conocimiento y los alumnos ponen todos sus esfuerzos en apropiarse de
los mismos.
Por lo tanto ¿Qué pueden aportar los casos de Lucía y Francisco para repensar esta
problemática de encuentro/desencuentro entre escuela y jóvenes hoy?
En primer lugar, ambos lograron transitar la escolaridad media, tener buenos
promedios y ser considerados buenos compañeros. Realizaron sus trayectorias escolares en
dos instituciones consideradas de calidad educativa. No obstante, todo pareciera indicar que
hasta el momento en que el acontecimiento irrumpe en el ámbito institucional las expresiones
juveniles pertenecen al espacio privado de los individuos y las escolares, propias de un
alumno-joven “normal”, al ámbito público de la escuela. De este modo, las experiencias como
alumno y joven se expresarían en ámbitos diferentes e irreconciliables.
Desde la perspectiva institucional, el dispositivo opera excluyendo las expresiones
juveniles como desviaciones o prácticas disfuncionales a la escuela repeliendo los significados
y las prácticas culturales de los jóvenes que la transitan.
No obstante, desde el punto de la experiencia vital de Lucia y Francisco el proyecto
escolar y las experiencias juveniles no son vivenciados como incompatibles. El proceso escolar
y los significados culturales juveniles han operado como procesos de constitución de
subjetividad y de construcción de identidades.
La escuela se encuentra atravesada por prácticas, significados, valores y saberes que
portan los jóvenes en su desempeño como alumnos. Estos se apropian de prácticas y
significados transmitidos oficialmente por la institución escolar como de aquellos que circulan
por “fuera” de ella, produciendo prácticas heterogéneas que no se reducen a un juego de
simples oposiciones, ni tampoco a una inculcación homogénea de la escuela como
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representante de la cultura legítima de una sociedad. No obstante, la carga de legitimación que
adquieren los significados y valores canonizados en el ámbito escolar tiene por efecto la
representación social que los elementos de las identidades juveniles son contaminantes,
disonantes y incompatibles con la experiencia escolar (Falconi, 2003). Por el contrario,
podemos afirmar que la experiencia escolar forma parte de la identidad juvenil, no existiendo
una oposición “natural” entre ambas.
Es la institución escolar quien construye y naturaliza esta oposición, innecesaria como
fundamento para la tarea central de facilitar la apropiación por parte de los jóvenes de las
tradiciones públicas sistematizadas en contenidos escolares.
Los casos de Francisco y Lucía permiten analizar que la oposición no es absoluta.
Ambos son casos paradigmáticos del amalgamiento entre los saberes impartidos por la
institución escolar y los generados en las vivencias juveniles. En este sentido, podemos afirmar
que la incompatibilidad es una construcción de la gramática escolar y el proceso de resistencia
de los jóvenes es un intento de empujar las fronteras simbólicas de esa gramática para poder
constituir una nueva identidad como alumno que incluya los gestos y símbolos juveniles. De
este modo, no existiría una absoluta “cultura juvenil exterior a la escuela” para los sujetos
escolarizados. No obstante, la escisión entre ambas experiencias se profundiza en la medida
en que el dispositivo escolar opera sancionando y excluyendo la diferencia.
Es posible hipotetizar que Lucía y Francisco intercambiaron, a la vez que
amalgamaron, saberes y prácticas provenientes tanto del ámbito de sus vidas privadas como
del público escolar que fueron forjando sus identidades como jóvenes. No obstante, la
posibilidad de ser expresados abiertamente en el espacio escolar para hacer vital la
experiencia escolar fue postergada. Una renuncia que consistió en una silenciada negociación
frente a la posibilidad de continuar con sus trayectorias escolares.
No obstante, el riesgo de abandono escolar acecha diariamente la experiencia de los
jóvenes escolarizados. Las exclusiones estigmatizantes que produce la escuela son utilizadas
por los jóvenes para construir identidades que refuerzan un sentimiento de oposición a la
identidad que ofrece la escolaridad. La diferencia construida por la escuela fortalece una
identidad contraescolar, muchas veces reconocida y valorada por los grupos juveniles de
referencia. El riesgo es que la escuela termina por justificar la decisión de abandono escolar
(Elbaum, 1998).
En este sentido, si la escuela no puede abrirse a las expresiones juveniles de los
sectores medios a los que originalmente estuvo destinada, cómo pensarlo para las culturas
populares que no sólo requiere de un reconocimiento y participación de sus expresiones
juveniles sino que requiere prácticas pedagógicas específicas.
En efecto, la estrategia que hoy despliegan los jóvenes al interior de la escuela es una
crítica a los dispositivos y matrices decimonónicas sobre las que funciona una escuela que
pretende sostener versiones únicas de lo que es ser alumno.
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¿A qué estamos jugando?
En muchos casos directivos y docentes vivencian las prácticas de los jóvenes en la
escuela como signo de su pérdida de autoridad. No obstante, este es un proceso que supera lo
meramente individual para inscribirse en una crisis de sentidos institucionales. Es la crisis de lo
escolar lo que deja inerme a los actores que en ella se encuentran (Duschatzky y Corea, 2003).
En un acto desesperado frente al colapsamiento institucional los docentes buscan restaurar el
dispositivo escolar imponiendo una severa heteronomía en saberes, valores y significados,
como también una sumisión a los símbolos escolares tradicionales.
Directivos y docentes apelan, por lo general, a las tradicionales herramientas de castigo
y exclusión que ofrece el dispositivo escolar. Modo de operar que recupera las valoraciones y
creencias tradicionales de lo que debe ser un alumno quieto, atento y obediente. Sin embargo,
la naturaleza de las prácticas y significados escolares a los que recurren directivos y docentes
para confirmar sus posiciones de autoridad cada vez hacen menos sentido en los jóvenes,
contribuyendo en última instancia a un proceso de profunda incomunicación entre las partes.
Las más de las veces el efecto de la energía puesta en el silenciamiento y borramiento
de las expresiones juveniles produce un paulatino olvido de la tarea central de la escuela en
torno a la transmisión y construcción de conocimiento. No está demás destacar que por más
que se fuerce la primera no es la condición para que se de la segunda. Por el contrario, es
efecto de la falta de una profunda reflexión didáctico- organizacional de la escuela que lleva a
un callejón sin salida.
La dimensión política del conflicto
Por lo general, la interpretación que se hace de las prácticas de los jóvenes-alumnos es
tributaria de una matriz escolar que invisibilizan la naturaleza política de los antagonismos y
conflictos puestos en acto. La operación del dispositivo decimonónico escolar es una negación
de la capacidad de agencia de los jóvenes, colocándolos no en una posición de aceptaciónnegación
implícita o explícita de la dimensión política de la escolaridad sino en una situación de
apoliticidad y minoridad.
Como analiza Narodowski (1993) para el caso del modelo de sanciones en las
escuelas secundarias, los jóvenes son colocados en una situación de minoridad, es decir, de
inimputabilidad e inhabilidad para apelar de lo que son culpados. De este modo, el alumno es
objeto de sanción, no posee instancias de defensa, ni de apelación, ni de diálogo. El dispositivo
es “la concreción de la negación del adolescente como sujeto legal”, como ciudadano de pleno
derecho. Dispositivo que construye un sujeto juvenil “en un mero objeto de castigo con
incapacidad jurídica de hacerse cargo de su propio comportamiento”.
En este sentido, el sistema escolar medio no asume la emergencia de las prácticas y
representaciones culturales de los jóvenes como expresión, también, de un conflicto político. La
interpretación que impera es que las prácticas y símbolos juveniles son sólo una inadecuación
a las pautas y normas escolares.
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Esta mirada reduccionista acerca del conflicto con las prácticas juveniles en la escuela
requiere de una crítica a una postura instrumental que dictamina la inclusión de los jóvenes a
las instituciones escolares a cómo de lugar y sin reflexión acerca de las prácticas que en ellas
se despliegan y que pierden de vista el derecho de los jóvenes a “decir no” acerca de sostener
acríticamente la escuela en sus formas actuales.i
Por lo que es legítimo que junto a los jóvenes nos preguntemos ¿cuál es la función
social y política de promover la obligatoriedad para los jóvenes en edad de escolarización
secundaria?, ¿Una real posibilidad de igualdad?, ¿La experiencia escolar como único medio
para la integración social? Y si fuera así ¿Con cuál propuestas escolares? ¿Las que existen en
la actualidad?
Ante la crisis de la institución escolar, la solución que se ofrece es “más
escolarización”, implementando algunos nuevos contenidos y estructuras curriculares, pero
igual de rígidos, que no logran modificar en absoluto las dinámicas de las escuelas medias.
Tanto desde las políticas educativas como desde los responsables de las escuelas el
conflicto es “escolarizado” borrando la dimensión política de las expresiones juveniles. Salvo
algunas excepciones se apela a prácticas y discursos que recuperan la imagen de un “alumno
uniforme” que se comprende como condición necesaria para obtener éxito en los aprendizajes
escolares.
De este modo, es como si en la escuela media “las expresiones juveniles pueden
sustraerse al análisis sociopolítico de la sociedad en la que se inscriben, es asumir de un lado,
una posición de exterioridad (jóvenes más allá de lo social) y, de otro, una comprensión
bastante estrecha de lo político (reducido a sus dimensiones formales, más bien ‘la política’).”
(Reguillo, 2003).
La lógica política que los jóvenes producen en la escuela es una protesta social
fragmentada frente a una institución que no logra encontrar su rumbo. Estamos presenciando
la emergencia de una resistencia juvenil heterogénea, desarticulada y multidireccional frente a
la acción de los dispositivos escolares. Como expresa Rossana Reguillo (1998): “...las formas
organizativas que ‘desde abajo’ plantean propuestas de gestión y de acción, escapan a las
formas tradicionales de concebir el ejercicio político y a sus escenarios habituales. Por lo
pronto, las impugnaciones subterráneas de los jóvenes están ahí, con sus fortalezas y
debilidades, con sus contradicciones y sus desarticulaciones. Sin la explicitación formal de
proyectos políticos, las culturas juveniles actúan como expresión pura que codifica a través de
símbolos y lenguajes diversos.” En consecuencia, la ausencia de reflejos para el cambio por
parte de los agentes que sostienen dichos dispositivos lleva a un colapsamiento de la acción
educativa hoy en las escuelas medias.
Por otra parte, se requiere una crítica a una postura desdramatizadora, que observa a
las culturas juveniles como puras expresiones culturales, hedonistas y cargados de un
desinterés inexplicable. De este modo, las prácticas y símbolos juveniles aparecen como
expresiones asociales, sólo culturales y, por desplazamiento, vaciadas de contenido político.
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Por el contrario, es posible plantear que en la producción cultural de los jóvenes hay una
explícita, aunque dispersa, propuesta de cambio social.
Las más de las veces docentes y directivos operan en un universo de representaciones
que analizan las prácticas de sus alumnos jóvenes sólo como cuestiones culturales o
psicológicas, aunque también como sociales, pero esta última pensada como pauta de
comportamiento que facilita o no el ajuste adaptativo del sujeto a la institución escolar. Es el
individuo joven el responsable por sus referencias culturales, sociales o psicológicas que
provocan la inadaptación a las normativas escolares que en conjunto terminan siendo las
“causas” del fracaso o la deserción escolar. Esta es otra expresión de una mirada que
desestima la dimensión política del conflicto que introducen y manifiestan los jóvenes en la
escuela. Es una interpretación que piensa a las expresiones culturales como “formas” sin
contenido sociopolítico.
Cuando los jóvenes de nuestros casos se oponen a ciertas prácticas de la cultura
escolar es mucho más que “rebeldía adolescente”. Es una crítica política a formas sacralizadas
que replican modos de socialización que no hacen sentido desde las representaciones
juveniles.
Estas prácticas culturales, fundantes de las identidades de los individuos a la vez que
operan como resistencia política a la institución son una crítica no estructurada a ciertos valores
canonizados por la escuela, muchas veces reflejo de un modelo social excluyente, segregador
y desigualitario.
En estas expresiones emerge un accionar político articulado a prácticas sociales y
culturales que se manifiestan al interior de la escuela como la recuperación de valores juveniles
que denuncia a los dispositivos homogeneizadores. En este sentido, pareciera que la pérdida
del valor por respetar expresiones, prácticas y creencias del “otro” hoy es patrimonio de
algunas escuelas.
Sin embargo, los jóvenes no han perdido la creencia en la escuela como espacio para
constituir subjetividad y una idea de futuro. El cuestionamiento juvenil se plantea interrogando
sobre cuáles exigencias se va a fundar la subjetividad. No es la desaparición del tipo subjetivo
de alumno sino la oportunidad de constituir otro tipo de subjetividad para ocupar ese rol. Es una
batalla a ciertos significados y procedimientos del dispositivo escolar que impone un único
modo de actuar y pensarse como sujeto escolarizado. En este sentido, no deberíamos leer las
demandas juveniles como un pedido de ausencia de autoridad adulta, por el contrario, es un
requerimiento de la construcción de una normativa negociada, provisional y sujeta a cambios.
Por lo que cabe preguntarse ¿qué modelo de ciudadano sostiene la escuela hoy?,
¿qué valores ciudadanos promueven los dispositivos escolares? ¿para qué tipo de sujeto
social: un consumidor eficiente y competitivo adaptado a un modelo excluyente,
homogeneizador y desigual?
En la actualidad la escuela se encuentra ante la dificultad de convocar, promover y
negociar sentidos que conformen un sentimiento de comunidad, efecto, entre otras cuestiones,
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de una matriz normativa que excluye aquellas expresiones que no entran en su universo de
significados–como vimos para los casos de Lucía y Francisco la ruptura con el canon emerge
con la desacralización del cuerpo y los símbolos patrios a partir de sostener representaciones
divergentes a las de la institución-, en este sentido, el desafío de la escuela es construir nuevas
prácticas y representaciones culturales de pertenencia por medio de un dispositivo inclusivo
que valorice prácticas, símbolos y creencias juveniles como expresiones imprescindibles en la
constitución de individuos autónomos y responsables.
Es tarea social y pedagógica de la escuela favorecer un diálogo que permita a los
jóvenes objetivar y sostener la construcción de una identidad a partir de sus intereses,
posiciones y deseos. El aula y otras instancias escolares deben permitir un trabajo reflexivo
acerca de las experiencias reales y las prácticas culturales juveniles que son fundantes de sus
identidades individuales y colectivas. De este modo, la escuela puede constituirse en una
comunidad de prácticas que reconozca y dialogue con la multiplicidad que la habita para
favorecer una socialización juvenil enriquecida.
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i Las posturas “instrumental” y “desdramatizadora” son recuperadas de R. Reguillo (2003) en
donde esta autora reflexiona en torno a la participación de los jóvenes en la sociedad.
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